PALIMPSESTO  /

/  PENTIMENTO

 Gustavo Buntinx

 

Palimpsesto:

1.      m. Manuscrito antiguo que conserva huellas

de una escritura anterior borrada artificialmente

(Diccionario de la Real Academia Española)

 

 

Pentimento:

Alteración en un cuadro que manifiesta

el cambio de idea del artista

sobre aquello que estaba pintando

 (Wikipedia)

 

 

Hay una historia alterna por escribir desde las tensiones contenidas en el entrecruzamiento de dos términos articulados a ciertas manifestaciones estrábicas en la percepción pictórica: el palimpsesto, el pentimento. Dos conceptos asociables a la imagen del fantasma. Incluso en cierto sentido literal. Lo que los vincula es la emergencia icónica de lo soterrado, lo espectral, lo aparecido.

 

Lo desaparecido y sin embargo devuelto a una cierta vida, a una visualidad extraña. El retorno de lo reprimido. Aunque desde la diferencia que distancia la subjetividad personal de la subjetividad social más amplia.

 

El pentimento nombra el vislumbre de un gesto pictórico arrepentido y recubierto por el propio artífice, pero asomado otra vez entre las veladuras que con el tiempo se transparentan.

 

El palimpsesto, en cambio, implica una censura ajena, cuando la necesidad económica o ideológica lleva a tapar lo antes inscrito sobre telas y pergaminos entregados a intervenciones nuevas, a veces después de siglos. Lo que así se niega, sin embargo, subsiste como una latencia, fragmentariamente entrevista desde la yuxtaposición de elementos inconexos. Dos narrativas en cuyo enlace arbitrario se configura un tercer relato visual, que deviene alegórico. Para quienes así saben verlo.

 

Es ese tercer sentido, esa torsión azarosa, el que la obra de Moico Yaker una y otra vez explora. Incluso desde la práctica continua de la transfiguración de sus propios cuadros mediante repintes y encubrimientos que algún día harán de ellos un portentoso despliegue de pentimentos. Hay, por ello, una autoironía implícita en la inteligencia con que ahora denomina “palimpsestos” al conjunto impresionante de pinturas y metales destinados a una muestra que esplende por el fulgor conceptual y material de lo expuesto.

 

Los varios fulgores que le permiten derivar esa autorreferencia lúdica hacia un comentario vasto sobre la inestabilidad sígnica de nuestros barrocos tiempos. Tiempos históricamente desbordados, histéricamente desbocados, en el aturdimiento de símbolos que se acumulan sin relación o continuidad para evidenciarse como alegorías de sí mismos. Y ruinas de nuestras ilusiones. Que nos revelan ilusos. Hasta el punto de la caricatura. No la crisis sino el (melo)drama de las ideologías.

 

Como en las referencias flotantes al constructivismo ruso que Yaker acomoda de manera tan insólita sobre la superficie muelle de asientos varios, suavemente pretenciosos, señoriales incluso. Un descanso casi decorativo para algunas de las pulsiones más utópicas del siglo XX: el arrojo de esas geometrías y cromatismos acompañó el momento más ilusionado ––más iluso–– de la transformación soviética, proclamada para la liberación de la humanidad y ejercitada para su opresión sistemática, la de mayor extensión en nuestra historia moderna. Empezando por la gradual asfixia de todo hálito libertario en la propia avanzada artística que quiso ponerse al servicio de una revolución falaz. Y asesina de sus propios sueños.

 

Malévich, Lissitsky, incluso Kandinski (aunque él percibió a tiempo el horror tras la fantasía y supo desligarse de sus consecuencias) son así figuras de esencia trágica. Hay entonces algo paradójicamente sobrecogedor en la gracia pictórica, casi cómica, de superponer algunos de sus rigurosos diseños a las ampulosas sillas y sillones que Yaker representa con una especial atención puesta sobre las sugerencias sensuales de las formas mobiliarias.

 

        Su perturbada ambivalencia sexual. Y política. Tal vez las más icónicas de estas composiciones se encuentren no en la muy coherente secuencia de cuadros sino entre el derroche de diseños delirantes desperdigados sobre planchas de cobre y bronce intervenidas de manera magistral. (Yaker, a no olvidarlo, trabaja desde hace años, con intensidad pionera, las posibilidades expresivas del metal incidido. Incisivo). En alguno de estos soportes emerge, reluciente y sombrío al mismo tiempo, el fálico perfil de la torre de Tatlin, ese monumento imposible al sueño vanguardista de una Tercera Internacional que en los hechos prefirió identificarse con el neoclásico imperial del estalinismo kitsch. Y es un emblema comunista ––la cópula obrero-campesina–– el que en otra pieza decora las penumbras del dormitorio agitado por el vuelo de los sillones sobre una pareja en probable coito contranatura (al decir antiguo).

 

Analogías, alegorías que esta serie formidable desata en un frenesí de libres asociaciones entre significantes de toda índole. Botánicos, arquitectónicos, patrióticos, incluso avícolas. Y esotéricos: una de las obras maestras del conjunto es sin duda esa imagen deliberadamente desdibujada ––fantasmagórica–– de una apacheta. La acumulación ritual de piedras que en las alturas los viajeros andinos van erigiendo como una superposición de ofrendas.

 

O una yuxtaposición de signos. Como en esta secuencia completa, desembocante en el tríptico que pareciera abismarla entera: tres imágenes místicas, pero radicalmente distintas ––la rosa, la carta cósmica, el rompimiento de gloria–– igualadas en el tratamiento plástico y por la composición circular de su obsesión casi anatómica por el centro. Que es un hueco.

 

        Un vórtice, un vértigo.

 

Personal y social y artístico.

 

Palimpsestos en que nuestra época terminal deja entreverse como un pentimento.

 

 

( F I N )